Mickey Mouse Opinion

Opiniones “Mickey Mouse” y el culto al comentario inflado

Existe una especie peculiar de comentario moderno que suena inteligente, menciona grandes ideas y salpica nombres como Freud o Marx, pero que en realidad dice muy poco. No ejerce la inteligencia: la interpreta. A eso lo llamo la Opinión Mickey Mouse (OMM): una opinión inflada por la ilusión de profundidad, pero construida sobre razonamientos superficiales o reciclados, amplificada por el prestigio del autor más que por la solidez de su argumento.

Inventé la expresión medio en broma, para describir ese tipo de opinión que parece nutrida por cinco videos de TikTok, unos cuantos eslóganes sobre el capitalismo o el patriarcado, y una confianza heroica en que su autor ha descubierto una verdad radical y universal. Pero la OMM no es exclusiva de los ignorantes o los frívolos: algunas de sus mejores muestras provienen de intelectuales públicos que han hecho carrera con su teatralidad filosófica.

Un ejemplo reciente es el ensayo de Slavoj Žižek en UnHerd, “Los valores familiares de la izquierda radical”. Žižek, filósofo esloveno famoso por mezclar marxismo y psicoanálisis, utiliza dos películas —The Company You Keep (2012), de Robert Redford, y la nueva One Battle After Another, de Paul Thomas Anderson— para reflexionar sobre el destino de la izquierda. Pero, como suele ocurrir con Žižek, las películas son solo el telón de fondo de sus obsesiones favoritas: el falso consuelo de los valores familiares, la ambigüedad de la violencia y el drama psico-sexual infinito de los revolucionarios.

Su argumento, despojado del adorno lacaniano, es bastante sencillo. La película de Redford predica la madurez: les dice a los ex-radicales que “crezcan”, asuman responsabilidades familiares y se reintegren a la sociedad. La de Anderson, en cambio, muestra una rebelión caótica, llena de persecuciones, sexo y monjas revolucionarias, pero que también fracasa porque su activismo termina integrándose al sistema capitalista en lugar de desafiarlo. La verdadera tarea revolucionaria, concluye Žižek, sería sabotear el poder digital de las corporaciones, no jugar a la militancia clandestina.

Eso, se nos dice, es el gran hallazgo radical. Pero una vez disipado el humo retórico, la sustancia del texto se reduce a una fórmula conocida: toda rebelión o bien madura y se vende, o se desborda y se destruye. Es una tesis que podría generar un chatbot medianamente sofisticado entrenado en teoría marxista del cine.

La OMM se revela no tanto en lo que Žižek observa, sino en cómo lo observa. Confunde la agudeza con la claridad y reduce obras complejas a plantillas ideológicas. Toda mujer se convierte en metáfora de castración; todo dilema moral, en una defensa encubierta del capitalismo; toda contradicción, en prueba de que el sistema no puede representarse. Es una serpiente que se muerde la cola interpretativa: un método que se alimenta eternamente de sí mismo.

Lo que hace a la OMM especialmente resistente es que suena valiente. Para el lector casual, Žižek parece atacar tanto a la izquierda como a la derecha, a moralistas y nihilistas por igual. En realidad, ese zigzagueo retórico funciona como escudo: nunca puede equivocarse, porque siempre ocupa la tercera posición, la meta-crítica. Cuando la izquierda se cansa de él, dice que fue malinterpretado; cuando la derecha lo cita, alega ironía. La OMM prospera precisamente en esa niebla de lo infalsificable.

¿Por qué, entonces, los medios siguen amplificando este tipo de ensayos? Porque la OMM es intelectualismo de clics: una forma de espectáculo cultural que halaga al lector haciéndole sentir profundo. Le invita a compartir la ilusión de que, al descifrar una película con Marx y Lacan, participa en un gran proyecto filosófico. En realidad, es un producto de consumo como cualquier otro, disfrazado de teoría en lugar de publicidad. Žižek es, en ese sentido, el crítico perfecto de nuestra época: un anticapitalista que produce bienes de lujo ideológicos para el mercado capitalista.

Pero el problema más profundo no es Žižek en sí, sino la jerarquía de valor que asignamos a los distintos tipos de opinión. Hemos aprendido a privilegiar la complejidad sobre la claridad, la provocación sobre el fundamento, y el brillo ideológico sobre la comprensión empírica. El resultado es una cultura en la que las OMM —seguras, verbosas y desconectadas— dominan el discurso público, mientras que las opiniones bien fundadas, nacidas del sentido común o la experiencia real, apenas logran hacerse oír.

Si un millón de personas ve una película, habrá un millón de interpretaciones. Ninguna será definitiva y la mayoría contendrá un grano de verdad. Pero en nuestra economía intelectual, una interpretación, adornada con jerga teórica y firmada por un nombre famoso, se convierte de pronto en la interpretación. Su peso es desproporcionado frente a su sustancia: el valor de uno dividido entre un millón, tratado como dogma.

El antídoto contra la OMM no es el antiintelectualismo, sino la honestidad intelectual: la humildad de reconocer lo que no sabemos, la disciplina de investigar antes de afirmar y el coraje de hablar con claridad sin esconderse tras la jerga. La crítica seria debería ampliar la conversación, no colonizarla.

Al final, el ensayo de Žižek demuestra sin querer aquello mismo que pretende criticar: un sistema donde la actuación sustituye a la convicción, donde la rebeldía se convierte en estilo. Nos dice que “necesitamos meteorólogos para saber hacia dónde sopla el viento”, pero no ofrece brújula alguna más allá de su ingenio. El resto de nosotros, en cambio, quizá estemos mejor saliendo de la tormenta teórica y confiando en nuestros propios sentidos.